miércoles, 1 de agosto de 2012
ECOS EN EL TANQUE
Hace ya muchos años, apareció un verano en los alrededores del barrio PYM, un personaje, misterioso y a la vez atractivo. Se presentaba así mismo como adivinador, pero no se manejaba con las artes clásicas de este tipo de profesionales, ya que, no utilizaba cartas, ni tomaba las manos de sus clientes para leer sus palmas. Mezcla de mercachifle, político de pueblo y juglar, se sentaba al resguardo de la sombra del tanque de agua que se encuentra en el Cerro El Triunfo y allí esperaba a sus ocasionales clientes. Las primeras en acercarse a probar suerte con el adivino, fueron las damas, algunas por curiosidad, otras con la esperanza de encontrar el amor o la fortuna. Lo cierto es que el adivino, comenzaba su introducción relatándoles a las señoras o señoritas, momentos de sus vidas, charlas con amigas del barrio y hasta alguno que otro secreto. Lo cual por cierto, las dejaba de entrada anonadadas y esto se trasformaba en su principal arma para fidelizar a estos clientes. La noticia acerca de la puntería adivinatoria de este personaje creció exponencialmente y en cuestión de horas, las filas de vecinas y vecinos del barrio ya era de varias cuadras en derredor del tanque. El halo de misterio creció casi al ritmo de la cantidad de clientes ya que, les podía hacer mención incluso de comentarios y charlas que habían tenido mientras esperaban ser recibidos por él. Las chicas pudieron enterarse, quien de los chicos del barrio estaba de ellas enamorado, las señoras pudieron saber con certeza, cuál de sus vecinas la criticaba a sus espaldas, lo cual generó más de una pelea. ¡Hasta se podía saber de qué vecino era el perro que hacia sus necesidades en nuestra puerta! Con los servicios del adivino, se podía saber que día vendrían los cobradores, cuánta plata jugaba cada quien a la quiniela, que nota se había sacado el hijo de la vecina en el boletín. Pero lo que comenzó como un hecho increíble y provechoso, concluyo en una tormenta de chismes y chismeríos que termino con el barrio entero peleado y sin dirigirse la palabra. El adivino, seguía y seguía siendo cada vez más requerido, los vecinos gastaban sus ingresos casi por completo en sus consultas, lo que comenzó con un cajón de manzanas como asiento y una improvisada mesa de madera, ya se había transformado en una suerte de gazebo con sillones estilo Chesterfield, mesas y sillas y hasta luz eléctrica y baño. Si bien toda esta parafernalia le brindaba al adivino un gran confort, las autoridades del municipio lo intimaron por carta documento, a que se trasladara, ya que estaba prohibido acampar en los parques y paseos públicos y el Cerro que si bien para nosotros los del barrio era nuestro patio, en realidad es eso, un parque y un paseo público. El adivino se resistió con uñas y dientes a cambiarse de lugar, hasta inicio una huelga de hambre y se encadeno al caño del pararrayos. Un vecino le ofreció instalarse en un terreno de su propiedad, pero el adivino no quería saber nada de irse de al lado del tanque, hasta que fue retirado por la fuerza pública. Se terminó instalando con sus bártulos en un terreno cercano, pero para sorpresa general, sus dotes adivinatorias se fueron perdiendo, ya no acertaba ni cara o ceca de una moneda. Su prestigio se derrumbó casi con la misma velocidad con la que se hizo famoso, hasta que desapareció del barrio. Pasaron muchos años y un día en los que estaba caminando por el cerro, veo a un viejo encorvado y sucio que pegaba su oreja a las paredes del tanque y así, iba caminando a su alrededor y a cada paso volvía a colocar su oreja contra las paredes del tanque. Me acerque y su mirada me resulto conocida, le pregunte que hacía y si podía ayudarle a lo que él me respondió –“No amigo, gracias pero ya no logro escuchar nada en estas paredes, hubo unos días en el pasado, en el que podía oír a través ellas. Estas supieron guardar los secretos de este barrio”. Fue así que recordé y le pregunte si era el aquel adivino que estuvo por el barrio en los años de mi infancia –“Si, me respondió, era yo, estas paredes vaya a saber si por su forma cóncava o por el volumen del agua contenida, tenían la propiedad de absorber lo que la gente decía. Yo tuve la capacidad de poder o saber escuchar todo eso que allí estuvo guardado y lo supe utilizar en mi provecho, pero como todo engaño, es breve, efímero. Hoy ya no puedo escuchar nada, o bien ya las paredes no tiene esa propiedad de almacenar los dichos de la gente del barrio”. Se me quedo mirando por un instante, y después dio media vuelta y salió caminando despacio, por la bajada de la 27 y su figura se fue haciendo cada vez más pequeña hasta que ya no lo vi más. Debo reconocer que cada vez que paso por el tanque de agua, no puedo resistir el impulso de pegar la oreja a alguna de sus paredes y esperar para ver si escucho alguna palabra, una frase, un secreto, pero nada solo se escucha el sonido del viento al pasar por las copas de los arboles del Cerro.
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