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La pelota, balón, globa o como quiera que se haya dado a llamar a este objeto esférico y lúdico, es en sí mismo, un elemento de concertación social. A nadie, salvo a algún nene egoísta y malcriado, se le ocurre jugar solo con una pelota. Tan solo, con el primer pique o bote a tierra, su sonido grave, cual bombo legüero, llama a todos a su encuentro. Con la pelota N° 5, se practica el más popular y democrático de los deportes, el futbol. Digo democrático, porque es una forma que se me ocurre para significar la posibilidad universal de practicarlo, nadie queda afuera, desde el hábil gambeteador, el elástico arquero, el febril y brusco defensor, o el simple patadura. En el barrio cualquiera fuese nuestra condición y predisposición natural y deportiva, todos sin excepción jugábamos al futbol.
El escenario, en el cual se desarrollaban habitualmente los partidos, era un espacio verde, abierto y sin límites naturales que la casualidad nos llevó a ocupar. Estaba recostado sobre el cuadrante sudeste del Cerro el Triunfo. Allí se jugaba. Los horarios eran diversos pero los más populares, eran los posteriores al almuerzo de los días sábados. Salíamos a jugar, como todos los sábados, pero ese día comenzó sucederse un hecho extraño. Estábamos trenzados en un partido, que no se definía, los pelotazos iban de un lado a otro, hasta que, la pelota salió empujada al lateral y se perdió entre el pastizal cercano.
- Che, dale el que la patea la va a buscar, grito Edgardo.
Fue así que, refunfuñando, salió Puli a buscarla. Lo veíamos que caminaba entre el pastizal y nada, no traía la pelota.
- He qué pasa, estas chicato que no la encontras? Si cayo ahí nomás!
Gustavo se sumó a la búsqueda y después el chino, al final terminamos todos entre el pastizal buscando la N° 5, después de todo, sin pelota no hay partido, así que no quedaba otra que encontrarla. A uno de nosotros se le ocurrió que si nos poníamos en fila uno al lado del otro y comenzábamos a caminar el pastizal, la tendríamos que encontrar sí o sí.
Pero pasaba el tiempo y la redonda no aparecía, de repente los pastos se movieron como en una suerte de ola.
- Che y eso que fue! Grito Carlitos que estaba al lado de la ola de pasto.
- No sé, yo lo vi pero pareció el viento. Dijo Luis
- Si pero el viento no levanta el pasto de la tierra. Comento Puli.
Lo cierto es que nos quedamos duros, esperando ver quien reaccionaba y se animaba a mirar por ese lado, pero los eternos segundos que trascurrieron, nos mostraban a todos clavados al piso como si los tapones de los saca chispas se hubiesen clavado en el suelo. Walter fue el que se animó a mirar, y grito
- Miren ese gajo azul es de la pelota!
Todos nos acercamos y allí estaba entre los pastos un gajo entero y otro pedazo ambos de color azul gastado. No podían ser de otra cosa, que de la pelota de Boca Jr. de Gustavo.
¡Que paso! Gritamos todos al unísono.
- Pero si estaba nueva, bah, ya tenía un tiempito pero estaba buena.
- Y además, si reventó, porque no escuchamos el ruido?
Esos eran los interrogantes, pero todos sin respuesta, estábamos entre asustados y sorprendidos.
- Qué hacemos? Que alguien traiga otra pelota para seguir el partido. Grito mi hermano.
- Si, por que no traes una vos, si sos tan macho. Exclamo el chino haciendo un gesto ampuloso con sus brazos.
- Bueno pero ya se hace tarde, porque no dejamos y nos vamos, total quedamos 4 a 4, el sábado que viene la seguimos. Luis.
Y así fue, nos fuimos cada cual para su casa, a sacarnos la mugre y prepararnos para salir a dar la clásica vuelta del perro por el centro o a visitar a las tías, y quizás, el que tenía más suerte por ahí ligaba un helado de Laponia o de lo de Jony.
Paso la semana, con la responsabilidad de la escuela y llego el ansiado sábado. Así fue que salimos todos para el potreo, mi primo David, había traído una N° 5 de las buenas, las de gajos chiquitos.
La pelota era blanca y estaba nuevita.
- Esta, con lo que brilla, si se va al pastizal la vamos a ver enseguida. Grito Puli, quizás preocupado por si la tiraba de nuevo a la mierda.
El partido arranco respetando el resultado de 4 a 4, estaba interesante un poco más lirico que el anterior y la pelota corría pegadita al piso, la pelota nueva tal vez ayudaba para que se jugara mejor. Algunos tiros en los palos, una atajada impecable de Walter, y el partido no tenía desempate. Fue en ese momento, luego de la atajada que la pelota salió al lateral y como empujada a su desgracia, se perdió entre los pastos altos.
En ese momento cuando uno de nosotros se disponía a ir a buscarla se escuchó el sonido, era una especie de silbido grave y a la vez suave. De inmediato ocurrió. Los pastos parecían levantarse de la tierra, casi que podíamos verle las raíces a la gramilla, en ese instante, lo vimos. Nunca pudimos explicar ni explicarnos que era.
Todos lo vimos, era largo, ágil, de cara pálida, pero con una sombra grisácea. Sus finos labios apenas se dibujaban y la boca parecía una larga herida, sin cicatrizar. Tal vez examinando bien el ángulo de la boca, un ojo escrutador habría podido sorprender cierta dureza fría y egoísta, tal vez algo felino también, es decir, paciencia y ferocidad.
Nos quedamos mirándolo fijamente, no por valentía o intentando desafiar a la bestia, sino más bien paralizados por el terror. En ese momento, cuando se retorcía y dejo de silbar pudimos ver que no tenía ojos. Luego escuchamos un sonido sordo y vimos como la pelota nueva y blanca, la buena, la de los gajos chiquitos, salía por el aire en tres pedazos que cayeron casi delante de nuestros pies.
Tomamos los pedazos y nos fuimos corriendo a refugiarnos en nuestras casas.
No comentamos nada, al día siguiente, el domingo, de a uno fuimos apareciendo, asomando la jeta, fuera de nuestras casas. Nos juntamos en derredor del gabinete de gas de la casa de mis viejos.
Nadie se animaba a mencionar a la bestia.
Luis saco de una bolsa de casa Drago un pedazo de la pelota, mi hermano trajo el otro pedazo que el juntó, y el chino el trozo que faltaba. Los gajos estaban rasgados, la pintura arañada, como si le hubiesen pasado un rayador.
- Que hacemos, con estos pedazos? Dijo el chino.
- Y si mañana se los llevamos a Orellano, el que arregla pelotas que está en la 21? Dijo Gustavo.
Y así fue que el lunes cuando volvimos de la escuela nos volvimos a juntar en la puerta de casa y de allí, todos juntos salimos despacio y con la cabeza gacha a lo del arregla pelotas.
Llegamos al taller de Orellano, entramos y el viejo estaba sentado en su banquito de madera, cosiendo una N°5 con dos agujas.
Yo saque de la bolsa los pedazos de la pelota y le pregunte si se podía arreglar. El viejo, abrió los ojos grandes, nos escruto con su mirada y pregunto:
- ¿Qué le paso a esta pelota?
Le pasaba sus dedos a los gajos arañados y luego recorría con la yema los bordes desgarrados. Levanto la vista y en voz baja dijo
- Otra vez apareció. ¿Cuándo les paso esto?
Ninguno de nosotros abrió la boca, entonces, el viejo dijo
- Yo sabía que algún día iba a volver, me paso cuando era como ustedes y jugábamos en un terreno donde ahora está el barrio PYM. Mi abuelo, que trabajo en la Carotenuto haciendo adoquines, me conto un día que mientras descansaban, jugaban un partido y apareció un bicho como un gusano grande y gris que se le comió la pelota. Yo no le creí al abuelo hasta que me paso. No puedo saber la fecha exacta, pero aparece cada 50 o 60 años, cuando le da hambre, o simplemente tiene ganas de joder.
El viejo tomo los pedazos de la pelota y nos despidió diciéndonos que se la dejáramos, que la iba a arreglar, que pasáramos el viernes.
Volvimos el viernes, otra vez al salir de la escuela, nos volvimos a juntar en casa y salimos para lo de Orellano. Llegamos, el viejo nos sonrió y nos entregó la pelota. La había dejado impecable, blanca brillante, como nueva!
No nos quiso cobrar un solo peso, nos miró fijo, acaricio la cabeza de mi hermano y nos dijo:
- No tengan miedo, ese bicho de mierda, cada tanto aparece, pero no le concedan la gracia de dejar de jugar al fobal, nosotros nunca dejamos de jugar, ustedes tampoco lo hagan.
Nos llevamos la pelota y la guardamos en mi casa.
Llego el sábado, terminamos de almorzar y como era habitual, el primero salía a tocar timbres para juntar a la barra.
Salimos caminando despacito, amuchados hasta llegar al potrero. Nos quedamos quietos sentados en el pasto, en el medio de la cancha, sin jugar. De repente, tímidamente Edgardo y Walter se pusieron a patear, la N° 5, despacio y se sumó Puli, luego Gustavo, luego el Chino, y así, sin darnos cuenta casi, hicimos pan y queso se armaron los equipos y arranco el clásico de los sábados.
¿Qué paso con la bestia? Nunca más tuvimos otro incidente, el devorador de las N° 5 desapareció, o se escondió, hibernó, no supimos nada, ni nadie más volvió a mencionarlo. Los partidos en el barrio son un recuerdo, el devorador de las N° 5 también.
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