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Carne de urna
Teníamos la pretensión de creer que seriamos grandes, que tendríamos éxito. Tal vez esperábamos demasiado de nosotros mismos, sin darnos cuenta que llevábamos grabada a fuego la marca del fracaso. La necesidad de creer que éramos distintos del resto, fue el principal motor de esa pretendida realidad que nunca fue. Sin embargo, crecimos y vivimos siempre buscando esa fantasía, esa búsqueda nos distrajo, y se nos fue la vida en ese estúpido derrotero. Todo empezó, cuando el viejo se quedó sin trabajo, primero nos tuvimos que ir de la casita en Morón, después del hotelucho de San Telmo, y terminamos en la calle. Al viejo le salió una changa para juntar papa y así terminamos acá. Al poco tiempo de tirar la maleta, le dio un tirón en la espalda, lo trajeron a la casa y estuvo tirado en la cama, después vino uno de un seguro, y le dijo que no podía trabajar con la maleta, ni hacer fuerza. Al otro día, llego el patrón, le tiro unos pesos y no apareció más. Después no enteramos que el médico, un cuervo y el patrón se quedaron con mucha plata y lo hicieron pasar al viejo por inválido.
Somos los morochos, los negritos, los de los dedos afuera de las zapatillas flecha, con esa puntera de goma maldita que se despega de la tela y se doblaba, dejando expuesta la miseria. Las remeras rayaditas, con los botones al costado del cuello y los pantalones cortos de ese material plástico y caluroso, que se estira y por eso lo usábamos, para que durara mucho sin importar si crecíamos y cambiaba el talle. La gente nos ve, siempre de costado, con esa sensibilidad barata que les lleva a bajar la mirada, ese sentimiento de culpa que dura 30 segundos. Algunos, ni siquiera eso, nos pasan por al lado como si fuésemos de otra dimensión, como si nos pudiesen atravesar. No nos ven, o se hacen los boludos. Nos da vergüenza salir a pedir, pero cuando el hambre es más grande que el orgullo, no queda otra. Así que lo saco a mi hermanito de la cama y así, apenas nos sacamos las lagañas y salimos a ver que conseguimos para calmar un poco ese nudo maldito que el hambre te hace en la barriga. Nos parábamos generalmente en la puerta de esos negocios con muchas luces o con vidrieras grandotas, la gente nos pasaba al lado y nosotros le preguntábamos si podían ayudarnos con algo, la cabeza se debatía entre la denigración de la pregunta formulada y el estómago que apretaba y dolía cada minuto un poco más. Algunos te tiran unos mangos, por ahí aparece una señora que pasa con las hijas y es más generosa. La chica de la frutería de la 20, nos da siempre lo que le sobra, algunas bananas pasadas y a veces hasta algunos huevos.
El verano es más difícil, no está la escuela, allí por lo menos comemos y tomamos la leche, en la de verano no nos reciben, no sé porque papeles que el viejo no tiene, él dice que los perdió.
Varias veces nos tuvimos que ir de la casa y estar en la calle, cada dos por tres, aparece una señora que dice que es asistente y nos quiere llevar. La última vez, vino con unos de traje y los ratis. Suerte que los vi, lo agarre a mi hermano del brazo, y nos salimos por la ventanita de atrás cortando campo.
La infancia fue más dura, después de más grandes algunas changas se hacían, pero nunca hubo gran cosa para hacer. Cada tanto por ahí aparece un concejal con el auto y te tira unos mangos para que lo votes. Mi hermano se casó, tiene un hijo y como lo manda a la escuela le pagan el plan. Yo no, para que, si tengo hijos van a ser como yo, un negro sin oportunidad, para que, para padecer, para que los miren como a mí, con lastima. Así fue y es nuestra vida, esa mezcla de pasado y presente sin rumbo, sin salida, sin esperanza.
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